miércoles, 17 de julio de 2013

Conflicto: ¿bueno, malo, deseable?

¿Cómo vamos a aprender de nuestras equivocaciones si no admitimos nunca, o rara vez, que nos hemos equivocado? Eduard Punset.
Hay personas que viven en un eterno conflicto, como si no supieran hacerlo de otra manera. Hay otras que sistemáticamente huyen al conflicto convencidas de que es siempre malo y debe evadirse a toda costa. Hay quienes creemos que el conflicto, si bien pudiera prevenirse, a veces es inevitable e incluso deseable, siempre que se observe como un síntoma que avisa la necesidad de cambio y por tanto se utilice como oportunidad para reparar y renovar las relaciones.


Cuando mis necesidades se encuentran con las del otro, puede surgir el conflicto como señal para registrar la importancia de hacer autocrítica, de escuchar las demandas de los demás que quizás hemos desoído por distracción, por  falta de empatía o por vivir desconectados. Pero también cuando mis necesidades se encuentran con las del otro, puede surgir el conflicto como la campanada que despierta el valor de expresar nuestras necesidades y deseos para exigir asertivamente respeto a nuestra integridad.

En un territorio emocional, político, social, donde sólo hay cabida para el deseo de una persona o de una de las partes, hay violencia. Cuando ingresamos en la trinchera del “yo tengo la razón”,  cuando el dominador sobre el dominado, el superior sobre el inferior, desplaza la posibilidad de horizontalidad y de relaciones entre iguales, cerramos los canales de escucha y de reconocimiento de las necesidades o deseos del otro. Llegado a este punto, el conflicto pierde su potencial de oportunidad regeneradora para degenerar en una interminable cadena de dominación, abusos, imposiciones, violencia y destrucción.


Es imposible pretender vivir una vida libre de conflictos, pero podemos actuar con madurez, empatía y capacitarnos para resolverlos a través de los espacios de diálogo, reflexión, acuerdos, negociación, es decir, de un modo horizontal, respetuoso, cívico a fin de alcanzar una salida digna y favorable para todas las partes. Con lo cual hay que estar dispuestos, de lado y lado, a dar cabida al deseo de los demás. Necesitamos abandonar el esquema superior-inferior, dominador-dominado en el que hemos aprendido a organizarnos y abrirnos hacia nuevas formas más horizontales y cooperativas de vincularnos.

Comencemos a partir del vínculo con los hijos. Cuando sentimos que la relación con los hijos se convierte en un conflicto constante, es hora de plantearnos que los seres humanos, incluidos los niños y adolescentes, no respondemos ni con gusto, ni con placer a la coerción ni a la fuerza. En cambio el diálogo, los acuerdos y la negociación promueven la buena disposición y la cooperación porque “el otro” se siente tomado en cuenta. Con la negociación tratamos de alcanzar el consenso o aceptación de todas las partes. Esto puede convertirse en una tarea difícil, pero los resultados serán sostenibles y confiables. Encontrar soluciones con las que todos quedemos satisfechos fortalece el compromiso de cumplir los acuerdos. Con la imposición, sólo logramos obediencia a través del miedo, mas no por convicción. Con la negociación y el diálogo crece la oportunidad de construir en nuestros hijos el deseo genuino y sostenible de cooperar. La imposición es un recurso autoritario de educación y liderazgo. Cuando nos imponen o imponemos, se obedece por miedo y sumisión. Miedo y sumisión que deviene –más temprano que tarde- en odio, resentimiento, rebeldía y rechazo. La negociación y el diálogo, en cambio,  son recursos empáticos, democráticos, respetuosos capaces de construir familias y sociedades erigidas sobre la civilidad,  la calidad de vida y la cultura de paz.

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