sábado, 29 de septiembre de 2012

Ni doncellas complacientes ni machos súper poderosos



Colores y juegos de niñas o de niños, emociones de mujer o de hombre, trabajos de hombre o de mujer… en fin, una cosa o la otra excluyéndose mutuamente entre sí en una suerte maniquea que limita posibilidades enriquecedoras para el ser humano, independientemente de su sexo, sin dejar paso a matices, preguntas, reflexiones…
Ciertamente hay que reivindicar las diferencias que son connaturales a la esencia femenina o masculina, pero vale la pena preguntarse ¿en qué medida nuestras creencias sobre los roles basados en identidades de género responden a la verdadera naturaleza, y en qué medida emanan de un constructo hegemónico condicionado por más de cinco mil años de civilización patriarcal?    
En cualquier lugar del mundo, al margen de las diferencias culturales, es muy probable  encontrarse inmersos, con mayor o menor intensidad, dentro de familias que crían hembras y machos en lugar de seres humanos. Esto genera costos importantes para la salud, la dicha y el equilibrio de nuestros propios hijos e hijas. Veamos por qué.
En el caso de la construcción del género para los varones, la violencia refuerza la masculinidad. Desde que el hombre nace, es educado con juguetes bélicos y deportes agresivos. Se les reprime el derecho a la expresión de emociones vinculadas con la feminidad como la ternura y el llanto. Que un varón hable de sus sentimientos hace despertar sospechas. Este modo de pensar colectivo se recoge en frases como “los hombres no lloran, los hombres pelean” o “sea macho y aguante”. Luego vemos prevalencia masculina en las estadísticas mundiales de infartos, adicciones, accidentes de tránsito, asesinatos, delincuentes, presidiarios... Criados así, los hombres terminan por convertirse en un factor de riesgo, para sí mismos, para otros hombres y para las mujeres.
Por otra parte, criamos a las niñas con características atribuidas a la feminidad, tales como sumisión y dependencia, formando así a víctimas de toda clase de violencia, a criaturas vulnerables ante amenazas y disminuidas frente a oportunidades de empoderamiento. Y si creemos que ya dejamos atrás estos modelos,  preguntémonos porqué la equidad de géneros figura a estas alturas del siglo XXI,   como el tercer Objetivo de Desarrollo del Milenio.
No cabe duda de que la reproducción de este orden imperante en nuestro planeta es de responsabilidad coproducida por hombres y mujeres, lo cual nos remite a una solución que también debe ser coproducida.  
Antonio Pignatiello, psicoanalista y profesor de la Universidad Central de Venezuela e investigador de temas de género, explica que durante la crianza, los ejemplos del modo en que perpetuamos este constructo social, pueden ser muchos y muy cotidianos, e invita a padres y madres a hacerse preguntas: ¿por qué si un varón quiere jugar con muñecas pensamos que será algo grave para su desarrollo?, ¿por qué vivimos la masculinidad como algo que estuviera siempre a punto de perderse?,  ¿por qué a las niñas se les exige más orden y con los varones somos más permisivos con el desorden?, ¿cuántas veces es papá el que se ocupa de quehaceres domésticos o del cuidado de los hijos y cuántas veces es tarea dejada sólo a las madres?, ¿por qué la crianza se asocia sólo con maternidad cuando es también paternidad?...
La invitación, como siempre, es a vivir la aventura del darse cuenta, observando la  misma realidad cotidiana en el ejercicio de la crianza dispuestos a cuestionarnos el modo en que lo hemos hecho siempre, al tiempo de abrirnos hacia posibilidades más retadoras, pero sobre todo más conscientes. 


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jueves, 27 de septiembre de 2012

Ponernos en sus zapatitos



Andaba yo en mi paseo rutinario por los sitios especializados en crianza respetuosa, cuando me topé con esta frase de Catherine M. Wallace: "Escucha con seriedad cualquier cosa que tus hijos quieran decirte, no importa qué. Si no escuchas con entusiasmo las pequeñas cosas de tus hijos cuando están pequeños, no te dirán las cosas grandes cuando sean grandes. Porque para ellos, todas las cosas han sido siempre grandes".  Con esta exhortación de la profesora y autora norteamericana, damos pie a una reflexión sustantiva sobre la calidad del vínculo entre padres e hijos.
El desencuentro entre adultos y niños, esa suerte de andar en planetas distintos, es un asunto neurálgico en la crianza. Comienza a hacer mella, incluso apenas nacen los hijos, con transgresiones tales como introducirles sondas y pincharlos tras el parto, o con decisiones como agujerear las orejas de las niñas o circuncidar a los niños porque son bebés y “no lo sienten”.  A lo largo de la infancia vamos desoyendo o restando importancia a las sensaciones y expresiones de nuestros hijos pensando que “son sólo cosas de niños”.    
Nuestras expectativas hacia los pequeños suelen ser irreales y basadas en la falta de memoria consciente acerca de nuestras propias experiencias infantiles. Nos cuesta comprender, por ejemplo, que un bebé llorando solo en la cuna, experimenta el mismo desgarro y shock emocional que un adulto atravesando un despecho o ruptura de pareja. Calificamos a un niño de egoísta cuando se niega a compartir sus juguetes, sin antes reparar que para un niño de dos años, su pelota puede significar lo mismo que, para su papá, la casa o el carro. Desestimamos la importancia que un adolescente otorga a sus amigos, sin comprender que por una condición propia de su momento evolutivo,  el rechazo de sus amigos o pares supone un golpe emocional equivalente al que recibe un adulto cuando pierde su empleo… Y podríamos llenar una enciclopedia entera con ejemplos parecidos.  El discurrir habitual del trato hacia los pequeños, está cundido de ellos.
Vale la pena que hagamos un poco de memoria sobre nuestra infancia o adolescencia y recordemos aquellas cosas en las que sentíamos que se nos iba la vida.  Ciertamente hoy, desde el punto de vista adulto, nos parecen tonterías y podríamos perder de perspectiva que los niños y adolescentes todavía las sienten, perciben y valoran como algo grande, algo mucho más significativo de lo que estamos dispuestos a aceptar o comprender. 
Si queremos impartir una educación consciente, respetuosa y no violenta, nos tiene que quedar claro que como adultos, somos los responsables de ocuparnos de conocer, interpretar y valorar lo que sienten, viven y necesitan nuestros pequeños en su real y justa dimensión. Para ello hace falta empatía, es decir, la capacidad de ponernos en sus zapatitos a fin de comprender cómo aprecian e interpretan el mundo desde su punto de vista y su momento evolutivo.
Lo que para nosotros resulta una tontería, a un niño puede significarle la vida entera.  Pensemos un poco antes de apresurarnos a banalizar lo que nuestro hijo siente o quiere decirnos. Tomémoslo en cuenta con el entusiasmo y la seriedad que se merecen. Con el mismo interés y atención que esperaríamos para nosotros en todo momento. Esto hará que el niño se sienta respetado y amado. A su vez constituye la forma más eficiente de enseñarle a respetar, tomar en cuenta y valorar a los demás. 

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miércoles, 26 de septiembre de 2012

¿Capricho o necesidad legítima?



La psicoterapeuta y autora argentina Laura Gutman, recomienda escribir en el espejo del baño, donde nos vemos todos los días, para que nunca se nos olvide, la frase que dice: Un niño nunca pide lo que no necesita. ¿Crees que es una exageración? Te invito a observar la  misma realidad cotidiana en el ejercicio de la crianza de los hijos, a partir de nuevos referentes.
Circula información nada realista acerca de lo que nuestros pequeños realmente necesitan. De infinitas formas y desde que nacen,  las criaturas son víctimas de este drama. Veamos uno de los más comunes mal entendidos en la crianza. Las últimas investigaciones de la neurociencia han demostrado que un bebé - por naturaleza carente de autonomía y absolutamente dependiente de los cuidados maternos - se estresa fácilmente y llora al estar solo, porque el mecanismo de supervivencia de su diseño evolutivo  dicta que se le disparen las alarmas cuando se encuentra separado del cuerpo de su cuidador. Por lo tanto, un bebé alejado del cuerpo de la madre, sufre con la intensidad de sentir que está en peligro de muerte. Pero ¿qué dice la conseja popular?, dice que el bebé llora por capricho y  además presiona a la madre para que no lo coja en brazos con el argumento de que lo  va a “mal acostumbrar”.   Entonces la pobre criatura queda desamparada, sin consuelo, segregando una enorme cantidad de cortisol (hormona del estrés)  que no puede gestionar y que sabotea el desarrollo  de su cerebro en formación. Además, aprende que, en este mundo en el que acaba de aterrizar, no vale la pena pedir ayuda porque nadie va a acudir a calmarla. 
La mayoría de los adultos somos el producto de esta puericultura rígida y represiva, repleta de argumentos que  degradan las necesidades legítimas de los pequeños a la categoría de capricho o mala crianza. Nuestras necesidades infantiles también fueron degradadas y desestimadas. Por eso se nos hace difícil encontrar un lugar emocional desde donde sentir que el reclamo de amor, cuerpo materno, acompañamiento paterno, consuelo, mirada, atención… surge, no por tonterías, sino por un pedido genuino de nuestros pequeños.    Y la calamidad de todo este mal entendido es que al ser desestimados y desoídos,  los pedidos terminan por reclamarse de manera desplazada.
Ejemplo típico: Carlitos de cuatro años necesita que su papá lo vea, le hable, juegue con él. Carlitos se lo pide varias veces de diferentes formas a su papá, pero su papá no escucha porque está ocupado leyendo la prensa o atendiendo el  celular.  Carlitos se queda jugando solo y sin querer rompe el jarrón de cristal con la pelota.  Entonces su papá deja todo lo que está haciendo y  voltea para regañarlo o pegarle.  Carlitos descubre que rompiendo el jarrón, obtuvo la mirada de papá.  
En lo sucesivo cuando nuestro hijo o hija exprese rabia, frustración o “mal comportamiento”, vale la pena que miremos detrás de la superficie hasta encontrar aquella necesidad original que no fue satisfecha (atención, brazos, mimos, juegos, mirada, trato respetuoso, conexión emocional…) y que ahora expresa de un modo que logra atraer nuestra atención (gritos, llantos excesivos, enfermedad, violencia, rebeldía…).
Buscar nuevos referentes que aporten información veraz sobre las necesidades de nuestros hijos en cada momento evolutivo de su desarrollo, es fundamental.  Palabras claves para la búsqueda: Crianza de apego, natural, respetuosa…  Les doy otro dato: la voz del corazón nunca miente.
Antes de concluir que nuestro hijo es un malcriado, nos manipula o se porta mal, recordemos la axiomática frase de la Gutman: “Un niño nunca pide lo que no necesita”.  Todos sus pedidos proceden de necesidades legítimas.  Nunca las descalifiquemos. Intentemos comprenderlas y atenderlas oportunamente para que luego no salgan por la puerta trasera.

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martes, 25 de septiembre de 2012

Dejar los pañales, ¿cuándo y cómo?



Antes de decidir sobre el momento oportuno para retirar el pañal a nuestro hijo o hija, hagamos algunas preguntas: ¿La retirada del pañal, requiere entrenamiento o sucede naturalmente?, ¿tomamos los adultos unilateralmente la decisión de sacar el pañal a nuestros pequeños porque lo exige el preescolar, porque personas del entorno presionan diciendo que los dos años es la edad indicada o porque creemos que nuestro hijo está muy grande para llevar pañales, que además están muy caros?, ¿lo hacemos, en cambio, porque notamos que el pequeño ya muestra señales de estar listo?... Es importante que indaguemos los motivos, porque las respuestas indicarán el modo en que nos estamos orientando frente al asunto: 1.- Autoritario: Forzamos al niño con el propósito de que responda a las exigencias del mundo diseñado por y para adultos. 2.- Respetuoso: Acompañamos al niño respondiendo a sus propias necesidades, sus tiempos y ritmos madurativos.    

En una entrevista que hice a Gladys Michelena, psicoanalista venezolana, especializada en el tema, nos explicaba que los esfínteres son los canales por donde salen los desechos después de que la comida ya ha sido útil y pasa a la sangre. Aquello que no sirve, sale por dichos conductos en forma de heces y de orina. En niños pequeños, esta expulsión no ocurre a voluntad porque aún no han madurado para ello, sino que sucede automáticamente.  A medida que discurre el tiempo  los niños van, por sí mismos, madurando fisiológica y psicológicamente hasta que son capaces de retener, y es entonces cuando logran hacer sus necesidades a voluntad.   Esto comienza a suceder gradualmente a partir de los dos años,  hasta los cinco años, dependiendo de cada niño. Recordemos que al igual que una huella digital, cada niño es único e irrepetible. De modo que los adultos debemos esperar por ellos y saber reconocer el tiempo que cada pequeño, desde su propio ritmo individual, requiere para alcanzar el control de esfínteres diurno y nocturno. Estudios recientes han observado que a los dos años y medio lo consigue el 22%, a los tres años el 60%, a los tres años  y medio el 88% y a los cuatro años el 98% de los niños. Es decir, que contrario a lo que muchos piensan,  la mayoría de los peques realmente están listos para dejar el pañal a los cuatro años. Por otra parte, suele ocurrir que el control de esfínteres diurno y nocturno se adquiere en momentos diferentes. El control nocturno se logra más tarde porque, mientras duermen, los chiquitines están menos alertas y porque en la noche tiende a bajar la temperatura lo cual hace que orinen más.   
En lugar de imponer la retirada del pañal a una edad determinada producto de presiones o condicionamientos sociales, Gladys Michelena nos invita a observar al niño.  Veamos si comienza  a distanciar las evacuaciones o micciones, si deja el pañal limpio por más tiempo, si cesa de mojar el pañal durante la noche, si pide que lo lleven al baño y se aguanta hasta llegar, si quiere que le quiten el pañal para usar pantaletas (bragas) o interiores (calzoncillos)... Estos son indicios de que el pequeño comienza a estar maduro fisiológicamente y psicológicamente. Entonces podríamos acompañarlo de un modo respetuoso, sin forzarlo, para que consolide la habilidad.  Podemos mostrarle las opciones (inodoro, urinal…) que elija lo que le resulte más cómodo o confiable, enseñarle cómo funcionan o cómo se usan, quedarnos a su lado pacientemente y sin presionar cuando haga sus necesidades, motivarlo a través de juegos, de cuentos, de ejemplos. Y si una vez logrado el control de esfínteres notamos que el niño retrocede y vuelve a orinarse encima, no perdamos la paciencia. No pasa nada si hay que volver a usar el pañal durante un tiempo. Los expertos coinciden en que la adquisición de estas funciones pueden alterarse fácilmente por cualquier cambio en el entorno (mudanza, nacimiento de un hermanito, divorcio…) Confiar en la capacidad del pequeño para retomar la retirada del pañal cuando de nuevo se sienta listo, atendiendo su propio ritmo y autorregulación, es lo más respetuoso y saludable para su desarrollo.
Imponer la retirada del pañal provoca secuelas. Muchos niños de seis, siete, ocho años, siguen mojando la cama de noche (enuresis) porque los forzaron a quitarse el pañal a los dos años  sin estar maduros.
Dicho todo esto, considero prioritario destacar que las guarderías y preescolares  tienen  la obligación ética de respetar y adaptarse a  los tiempos de cada niño. Y no al revés, tal y como se pretende en la mayoría de los casos. Exigir como condición que un niño vaya sin pañales al preescolar o entrenarlo para que lo deje cuando aún no ha madurado,  equivale a violentar sus procesos naturales y a desoír sus necesidades legítimas. Por otra parte, constituye un elemento de presión para los padres quienes, sin darnos cuenta, terminamos incurriendo en una forma de maltrato poco reconocida socialmente: forzar a nuestros hijos para que pasen hacia una etapa para la cual no han madurado.  

Enlaces relacionados

La retirada del pañal ¿se enseña o sucede por si sola?

¿Autorregulación o entrenamiento?
El control de esfínteres es un proceso madurativo. Vía blog Atraviesa el Espejo
Control de Esfínteres, los aspectos sociales,médicos y psicológicos.Vía blog Atraviesa el Espejo

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lunes, 24 de septiembre de 2012

El delicado asunto de intervenir o no


 
Una niña no mayor de seis años camina por la acera.  Su mamá, una mujer joven que se encuentra varios pasos adelante conversando con una amiga, voltea con cierta frecuencia para regañarla o para ordenarle que se apure. Cada tanto, la pequeña nota que su madre se aleja más de la cuenta así que se apresura. Pero luego se distrae, vuelve a su mundo. Desacelera, retoma el ritmo contemplativo de los niños. Mira a su alrededor, se tapa los oídos y se los destapa como ensayando: ahora hay ruido, ahora no. “¿Para qué te tapas los oídos?”, reclama la madre. La niña suspende el juego y acelera su marcha, pero al poco tiempo se detiene a mirar cualquier cosa que llama su atención. Agarra hojas caídas de los árboles, las observa,  compara tamaños, las sobrepone, las agita. La mamá voltea nuevamente para comprobar si la niña se encuentra lo suficientemente cerca o se ha rezagado. Cuando la ve sacudiendo las hojas, se burla diciendo, “pareces una loca haciendo eso, apúrate”. Yo, una transeúnte desconocida ubicada justo detrás de la criatura observando la escena y cuidando de que no se haga daño o se escurra desde la acera hacia los carros, precipito el paso, me pongo a la altura de la mamá y digo: “Qué va, loca no. Los niños son como laboratorios científicos. Ella está explorando y conociendo el mundo, calculando, comparando sonidos, tamaños, resolviendo preguntas… Mientras hace todo eso se está volviendo mucho más inteligente”. La señora sonrió y yo pude haber agregado a mi observación la sugerencia de que caminara detrás de su hija sin perderla de vista, pero justo en ese momento llegamos a una esquina donde cada quien tomó una ruta diferente.
A menudo encuentro escenas de padres desvinculados cuyos únicos momentos de comunicación son para regañar, criticar, ordenar y hasta pegar o poner en riesgo la integridad física de sus hijos.  
Resulta difícil decidir qué hacer en casos así. Personalmente trato de cuidar el modo en que intervengo, cuando lo hago, porque si tuviera que responder cada vez que me topo con estas escenas, me convertiría en candidata a encierro en un manicomio. Por lo regular, decido hablarle a los pequeños, poniendo en voz alta lo que creo que pueden estar sintiendo a través de preguntas como, “¿estás llorando porque te cansas de caminar o de andar en el cochecito?, es que los brazos de mamá son el paraíso ¿verdad que sí?”, con la esperanza de que baje la tensión y los padres atiendan al bebé en lugar de llevarlo a rastras, ignorarlo, gritarle que es muy pesado y no lo van a cargar, etc. Sin embargo, cuando veo a padres pegar a sus niños, intervengo con firmeza y les comunico directamente que lo que hacen es ilegal, y  que si veo a un policía, denunciaré de inmediato.  
Ciertamente puede ser irrespetuoso meternos donde no nos piden opinión, como también es cierto que con una intervención aislada no resolvemos el problema de fondo. Incluso los padres podrían quedar aún más molestos por sentirse cuestionados y luego descargar su frustración sobre los pequeños con lo que habremos complicado la situación. Pero cuando la integridad de los niños está en juego, no encuentro otra opción. Creo, además, que si no hacemos sentir el repudio social frente a las infinitas formas de malos tratos hacia los pequeños, permitimos que se sigan naturalizando.
¿Qué opinan ustedes? ¿Cómo se han sentido o que han hecho cuando se ven frente a experiencias de este tipo?.

 

Enlaces Relacionados:

La "nalgada a tiempo"

¿Cómo te sentirías si te lo hicieran a ti?

Tratarás al niño como a un igual 

 

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El delicado asunto de intervenir o no


 
Una niña no mayor de seis años camina por la acera.  Su mamá, una mujer joven que se encuentra varios pasos adelante conversando con una amiga, voltea con cierta frecuencia para regañarla o para ordenarle que se apure. Cada tanto, la pequeña nota que su madre se aleja más de la cuenta así que se apresura. Pero luego se distrae, vuelve a su mundo. Desacelera, retoma el ritmo contemplativo de los niños. Mira a su alrededor, se tapa los oídos y se los destapa como ensayando: ahora hay ruido, ahora no. “¿Para qué te tapas los oídos?”, reclama la madre. La niña suspende el juego y acelera su marcha, pero al poco tiempo se detiene a mirar cualquier cosa que llama su atención. Agarra hojas caídas de los árboles, las observa,  compara tamaños, las sobrepone, las agita. La mamá voltea nuevamente para comprobar si la niña se encuentra lo suficientemente cerca o se ha rezagado. Cuando la ve sacudiendo las hojas, se burla diciendo, “pareces una loca haciendo eso, apúrate”. Yo, una transeúnte desconocida ubicada justo detrás de la criatura observando la escena y cuidando de que no se haga daño o se escurra desde la acera hacia los carros, precipito el paso, me pongo a la altura de la mamá y digo: “Qué va, loca no. Los niños son como laboratorios científicos. Ella está explorando y conociendo el mundo, calculando, comparando sonidos, tamaños, resolviendo preguntas… Mientras hace todo eso se está volviendo mucho más inteligente”. La señora sonrió y yo pude haber agregado a mi observación la sugerencia de que caminara detrás de su hija sin perderla de vista, pero justo en ese momento llegamos a una esquina donde cada quien tomó una ruta diferente.
A menudo encuentro escenas de padres desvinculados cuyos únicos momentos de comunicación son para regañar, criticar, ordenar y hasta pegar o poner en riesgo la integridad física de sus hijos.  
Resulta difícil decidir qué hacer en casos así. Personalmente trato de cuidar el modo en que intervengo, cuando lo hago, porque si tuviera que responder cada vez que me topo con estas escenas, me convertiría en candidata a encierro en un manicomio. Por lo regular, decido hablarle a los pequeños, poniendo en voz alta lo que creo que pueden estar sintiendo a través de preguntas como, “¿estás llorando porque te cansas de caminar o de andar en el cochecito?, es que los brazos de mamá son el paraíso ¿verdad que sí?”, con la esperanza de que baje la tensión y los padres atiendan al bebé en lugar de llevarlo a rastras, ignorarlo, gritarle que es muy pesado y no lo van a cargar, etc. Sin embargo, cuando veo a padres pegar a sus niños, intervengo con firmeza y les comunico directamente que lo que hacen es ilegal, y  que si veo a un policía, denunciaré de inmediato.  
Ciertamente puede ser irrespetuoso meternos donde no nos piden opinión, como también es cierto que con una intervención aislada no resolvemos el problema de fondo. Incluso los padres podrían quedar aún más molestos por sentirse cuestionados y luego descargar su frustración sobre los pequeños con lo que habremos complicado la situación. Pero cuando la integridad de los niños está en juego, no encuentro otra opción. Creo, además, que si no hacemos sentir el repudio social frente a las infinitas formas de malos tratos hacia los pequeños, permitimos que se sigan naturalizando.
¿Qué opinan ustedes? ¿Cómo se han sentido o que han hecho cuando se ven frente a experiencias de este tipo?.

 

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¿Cómo te sentirías si te lo hicieran a ti?

Tratarás al niño como a un igual 

 

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jueves, 20 de septiembre de 2012

Ni doncellas complacientes ni machos súper poderosos



Colores y juegos de niñas o de niños, emociones de mujer o de hombre, trabajos de hombre o de mujer… en fin, una cosa o la otra excluyéndose mutuamente entre sí en una suerte maniquea que limita posibilidades enriquecedoras para el ser humano, independientemente de su sexo, sin dejar paso a matices, preguntas, reflexiones…
Ciertamente hay que reivindicar las diferencias que son connaturales a la esencia femenina o masculina, pero vale la pena preguntarse ¿en qué medida nuestras creencias sobre los roles basados en identidades de género responden a la verdadera naturaleza, y en qué medida emanan de un constructo hegemónico condicionado por más de cinco mil años de civilización patriarcal?    
En cualquier lugar del mundo, al margen de las diferencias culturales, es muy probable  encontrarse inmersos, con mayor o menor intensidad, dentro de familias que crían hembras y machos en lugar de seres humanos. Esto genera costos importantes para la salud, la dicha y el equilibrio de nuestros propios hijos e hijas. Veamos por qué.
En el caso de la construcción del género para los varones, la violencia refuerza la masculinidad. Desde que el hombre nace, es educado con juguetes bélicos y deportes agresivos. Se les reprime el derecho a la expresión de emociones vinculadas con la feminidad como la ternura y el llanto. Que un varón hable de sus sentimientos hace despertar sospechas. Este modo de pensar colectivo se recoge en frases como “los hombres no lloran, los hombres pelean” o “sea macho y aguante”. Luego vemos prevalencia masculina en las estadísticas mundiales de infartos, adicciones, accidentes de tránsito, asesinatos, delincuentes, presidiarios... Criados así, los hombres terminan por convertirse en un factor de riesgo, para sí mismos, para otros hombres y para las mujeres.
Por otra parte, criamos a las niñas con características atribuidas a la feminidad, tales como sumisión y dependencia, formando así a víctimas de toda clase de violencia, a criaturas vulnerables ante amenazas y disminuidas frente a oportunidades de empoderamiento. Y si creemos que ya dejamos atrás estos modelos,  preguntémonos porqué la equidad de géneros figura a estas alturas del siglo XXI,   como el tercer Objetivo de Desarrollo del Milenio.
No cabe duda de que la reproducción de este orden imperante en nuestro planeta es de responsabilidad coproducida por hombres y mujeres, lo cual nos remite a una solución que también debe ser coproducida.  
Antonio Pignatiello, psicoanalista y profesor de la Universidad Central de Venezuela e investigador de temas de género, explica que durante la crianza, los ejemplos del modo en que perpetuamos este constructo social, pueden ser muchos y muy cotidianos, e invita a padres y madres a hacerse preguntas: ¿por qué si un varón quiere jugar con muñecas pensamos que será algo grave para su desarrollo?, ¿por qué vivimos la masculinidad como algo que estuviera siempre a punto de perderse?,  ¿por qué a las niñas se les exige más orden y con los varones somos más permisivos con el desorden?, ¿cuántas veces es papá el que se ocupa de quehaceres domésticos o del cuidado de los hijos y cuántas veces es tarea dejada sólo a las madres?, ¿por qué la crianza se asocia sólo con maternidad cuando es también paternidad?...
La invitación, como siempre, es a vivir la aventura del darse cuenta, observando la  misma realidad cotidiana en el ejercicio de la crianza dispuestos a cuestionarnos el modo en que lo hemos hecho siempre, al tiempo de abrirnos hacia posibilidades más retadoras, pero sobre todo más conscientes. 


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viernes, 14 de septiembre de 2012

¿Autorregulación o entrenamiento?


Decía John Stuart Mill, que la presión social constituye una amenaza mucho más grande para la libertad, que los decretos de cualquier tirano.  Y es precisamente  la presión social, la que a menudo, nos induce a violentar los propios ritmos madurativos de nuestros hijos durante la crianza. Lo hacemos de infinitas maneras que pasan desapercibidas. Para darnos cuenta necesitamos usar unos lentes muy especiales.
Veamos. Así como nadie tiene que enseñar a un recién nacido a respirar, ni a llorar,   tampoco hay que enseñar a un niño pequeño cómo o cuántas veces pegarse al pecho de la madre. Tampoco hay que enseñarlo a dormir, orinar o hacer caca,  ni a comer, ni a caminar. Para que cualquier individuo de la especie animal -incluido el humano-  adquiera y desarrolle las conductas naturales de su especie, no es necesario forzar ni entrenar.  Si el individuo es sano y no presenta patologías, consolidará dichas conductas por autorregulación. Escribir o tocar el piano, por ejemplo, pueden ser habilidades que requieran ser aprendidas con uno u otro método. Pero al igual que un pez comienza a nadar y un ciervo recién nacido comienza a andar,  las actividades naturales de los humanos surgen y se consolidan por autorregulación y no por entrenamiento.
El sueño y la alimentación infantil, así como el control de esfínteres o retirada del pañal, son los aspectos de la crianza donde con más frecuencia es violentado el proceso  de autorregulación de los pequeños. Y esto lo hacemos respondiendo a la presión social, que intenta imponer pautas externas creadas por una cultura o civilización  cada vez más desconectada con los ritmos y procesos naturales.
Amamantar con horarios o tiempos preestablecidos que no responden a las demandas del bebé, garantiza el fracaso de la lactancia materna y con ello arrancar al niño de la fuente óptima para construir aspectos neurálgicos de su salud emocional y física, presente y futura. 
Queremos que los pequeños duerman toda la noche de un tirón para que se acoplen con nuestra rutina adulta, pero un niño no puede tener el mismo comportamiento para dormir que tiene un adulto, porque aún no ha adquirido las mismas etapas de sueño. Un pequeño hasta los cinco años, se despierta con frecuencia por razones de sobrevivencia. De hecho los adultos experimentamos micro despertares nocturnos, entre otras razones, para reconocer las amenazas del ambiente, pero ya estamos aptos para volvernos a dormir solos, incluso sin darnos cuenta. En cambio los niños pequeños, que aún no han adquirido la capacidad de conciliar de nuevo el sueño por ellos mismos, necesitan llamar a sus padres toda vez que se despiertan. ¿Por qué?: para no morir de una hipoglucemia o asfixiados  o porque no cuentan con los recursos psicológicos para gestionar por sí solos el miedo y el desamparo que experimentan alejados del cuerpo que les da calor y seguridad.
Con el control de esfínteres pasa otro tanto. Los pequeños necesitan alcanzar la madurez fisiológica y psicológica que, según los expertos  -tomando en cuenta las diferencias interindividuales- se consolida alrededor de los dos a los cinco años.  Forzar la retirada del pañal cuando el niño no está preparado para ello neurológica, fisiológica o psicológicamente, equivale a violentarlo y seguramente traerá secuelas.
Criar sin violencia no significa únicamente proscribir los gritos o el castigo físico. También significa respetar el ritmo evolutivo individual de cada niño, preservándolo de la presión social con sus ritmos inyectados desde afuera,  que nada tienen que ver con las genuinas necesidades de desarrollo de los pequeños. Si desde niños somos forzados a divorciarnos de nuestros ritmos naturales y a desoír nuestro cuerpo,  el resultado será la pérdida de conexión con la propia sabiduría e intuición.  




Enlaces relacionados 

El rapto de la lactancia materna 
Dulces sueños
La retirada del pañal ¿se enseña o sucede por si sola?
El mito de los niños independientes
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Decía John Stuart Mill, que la presión social constituye una amenaza mucho más grande para la libertad, que los decretos de cualquier tirano.  Y es precisamente  la presión social, la que a menudo, nos induce a violentar los propios ritmos madurativos de nuestros hijos durante la crianza. Lo hacemos de infinitas maneras que pasan desapercibidas. Para darnos cuenta necesitamos usar unos lentes muy especiales.
Veamos. Así como nadie tiene que enseñar a un recién nacido a respirar, ni a llorar,   tampoco hay que enseñar a un niño pequeño cómo o cuántas veces pegarse al pecho de la madre. Tampoco hay que enseñarlo a dormir, orinar o hacer caca,  ni a comer, ni a caminar. Para que cualquier individuo de la especie animal -incluido el humano-  adquiera y desarrolle las conductas naturales de su especie, no es necesario forzar ni entrenar.  Si el individuo es sano y no presenta patologías, consolidará dichas conductas por autorregulación. Escribir o tocar el piano, por ejemplo, pueden ser habilidades que requieran ser aprendidas con uno u otro método. Pero al igual que un pez comienza a nadar y un ciervo recién nacido comienza a andar,  las actividades naturales de los humanos surgen y se consolidan por autorregulación y no por entrenamiento.
El sueño y la alimentación infantil, así como el control de esfínteres o retirada del pañal, son los aspectos de la crianza donde con más frecuencia es violentado el proceso  de autorregulación de los pequeños. Y esto lo hacemos respondiendo a la presión social, que intenta imponer pautas externas creadas por una cultura o civilización  cada vez más desconectada con los ritmos y procesos naturales.
Amamantar con horarios o tiempos preestablecidos que no responden a las demandas del bebé, garantiza el fracaso de la lactancia materna y con ello arrancar al niño de la fuente óptima para construir aspectos neurálgicos de su salud emocional y física, presente y futura. 
Queremos que los pequeños duerman toda la noche de un tirón para que se acoplen con nuestra rutina adulta, pero un niño no puede tener el mismo comportamiento para dormir que tiene un adulto, porque aún no ha adquirido las mismas etapas de sueño. Un pequeño hasta los cinco años, se despierta con frecuencia por razones de sobrevivencia. De hecho los adultos experimentamos micro despertares nocturnos, entre otras razones, para reconocer las amenazas del ambiente, pero ya estamos aptos para volvernos a dormir solos, incluso sin darnos cuenta. En cambio los niños pequeños, que aún no han adquirido la capacidad de conciliar de nuevo el sueño por ellos mismos, necesitan llamar a sus padres toda vez que se despiertan. ¿Por qué?: para no morir de una hipoglucemia o asfixiados  o porque no cuentan con los recursos psicológicos para gestionar por sí solos el miedo y el desamparo que experimentan alejados del cuerpo que les da calor y seguridad.
Con el control de esfínteres pasa otro tanto. Los pequeños necesitan alcanzar la madurez fisiológica y psicológica que, según los expertos  -tomando en cuenta las diferencias interindividuales- se consolida alrededor de los dos a los cinco años.  Forzar la retirada del pañal cuando el niño no está preparado para ello neurológica, fisiológica o psicológicamente, equivale a violentarlo y seguramente traerá secuelas.
Criar sin violencia no significa únicamente proscribir los gritos o el castigo físico. También significa respetar el ritmo evolutivo individual de cada niño, preservándolo de la presión social con sus ritmos inyectados desde afuera,  que nada tienen que ver con las genuinas necesidades de desarrollo de los pequeños. Si desde niños somos forzados a divorciarnos de nuestros ritmos naturales y a desoír nuestro cuerpo,  el resultado será la pérdida de conexión con la propia sabiduría e intuición.  




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jueves, 13 de septiembre de 2012

Tratarás al niño como a un igual

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 “Para hacer grandes cosas, es preciso ser tan superior a sus semejantes como lo es el hombre a la mujer, el padre a los hijos, el señor a los esclavos”. Aristóteles siglo V a.C.  Con esta frase citada por Casilada Rodrigáñez, en su artículo “Poner límites o informar de los límites”, la escritora madrileña aporta clara referencia del orden en el cual hemos basado más de cinco mil años de civilización patriarcal, establecido sobre el principio de la jerarquía. Un orden opuesto a la estructura anterior de sociedades neolíticas matrifocales, que se asentaron sobre la horizontalidad y la cooperación.

Acierta Rodrigáñez, al destacar que nuestro modelo actual de hombre o mujer, incluye la superioridad adulta como uno de los pilares del patriarcado, aún predominante en el planeta. Con este paradigma calado hasta los tuétanos, la mayoría de los adultos valoramos al niño como un inferior y un subordinado. Es así que la práctica de ordenar, imponer y doblegar al niño la llevamos muy interiorizada y, por tanto, se hace tan difícil sustraernos de ella.   

Han transcurrido, sin embargo, alrededor de un par de décadas en las cuales una corriente de pensamiento florece a la luz de un nuevo despertar de conciencia,  y comienza a sumar voces que valoran al niño como a un igual.  Una corriente sustentada en modos de relación más horizontales entre adultos y niños, que abraza conductas orientadas por principios de equidad, respeto, altruismo, dignidad, empatía y no violencia.

Hablamos de una filosofía que nos encamina a ofrecer explicaciones y alternativas, en lugar de dar sistemáticamente órdenes e imponernos a partir de la descalificación de las capacidades y habilidades del niño. Una nueva estructura que llama a sustituir la autoridad, por comunicación, acuerdos y compromiso emocional.  Que nos lleva a creer en que sí es posible ser democráticos y flexibles en el hogar, en que sí es posible enseñar a los hijos a comprender sus deberes sin violar sus derechos, en que sí es posible ejercer el rol de padres tratando al niño como a un igual. Un nuevo orden donde los niños opinan y acuerdan con el resto de la familia, sobre los asuntos cotidianos. Donde se les informa respetuosamente cómo funciona este mundo que están conociendo.  Una forma de vida que valida el ejercicio de la autocrítica, de pedir disculpas a los hijos cuando nos equivocamos.  Que nos da el permiso de hacer las cosas de un modo distinto. Otra manera de vivir la paternidad y la maternidad que convoca a ponernos en los zapatitos de los niños para comprender cuáles son sus necesidadesreales y satisfacerlas sin reparos. A tener expectativas reales sobre lo que se puede o no esperar de los pequeños según su momento evolutivo.  A respetar sus propios ritmos madurativos en lugar de forzarlos a responder según los ritmos externos. Un camino amoroso que nos inclina a buscar tras la superficie las razones del “mal comportamiento” de los niños, en lugar de interrumpir o modificar la conducta con métodos punitivos. Que nos llama a palabrear constantemente a nuestros pequeños, a contarles lo que nos pasa, lo que esperamos de ellos, lo que necesitamos. A escucharlos y atenderlos sin banalizar sus sentires, deseos y expresiones, asumiendo que son siempre importantes. 

Desmontar el constructo adultocéntrico con raíces milenarias,  supone una visión ética elevada, con paradigmas de avanzada, poco comprendidos hoy. Tenemos por delante el enorme desafío de comprometernos con nuestro propio cambio de conciencia y contribuir con abundantes umbrales de retorno hacia la crianza humanizada.  Es nuestra deuda pendiente con los niños.  

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miércoles, 12 de septiembre de 2012

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 “Para hacer grandes cosas, es preciso ser tan superior a sus semejantes como lo es el hombre a la mujer, el padre a los hijos, el señor a los esclavos”. Aristóteles siglo V a.C.  Con esta frase citada por Casilada Rodrigáñez, en su artículo “Poner límites o informar de los límites”, la escritora madrileña aporta clara referencia del orden en el cual hemos basado más de cinco mil años de civilización patriarcal, establecido sobre el principio de la jerarquía. Un orden opuesto a la estructura anterior de sociedades neolíticas matrifocales, que se asentaron sobre la horizontalidad y la cooperación.

Acierta Rodrigáñez, al destacar que nuestro modelo actual de hombre o mujer, incluye la superioridad adulta como uno de los pilares del patriarcado, aún predominante en el planeta. Con este paradigma calado hasta los tuétanos, la mayoría de los adultos valoramos al niño como un inferior y un subordinado. Es así que la práctica de ordenar, imponer y doblegar al niño la llevamos muy interiorizada y, por tanto, se hace tan difícil sustraernos de ella.   

Han transcurrido, sin embargo, alrededor de un par de décadas en las cuales una corriente de pensamiento florece a la luz de un nuevo despertar de conciencia,  y comienza a sumar voces que valoran al niño como a un igual.  Una corriente sustentada en modos de relación más horizontales entre adultos y niños, que abraza conductas orientadas por principios de equidad, respeto, altruismo, dignidad, empatía y no violencia.

Hablamos de una filosofía que nos encamina a ofrecer explicaciones y alternativas, en lugar de dar sistemáticamente órdenes e imponernos a partir de la descalificación de las capacidades y habilidades del niño. Una nueva estructura que llama a sustituir la autoridad, por comunicación, acuerdos y compromiso emocional.  Que nos lleva a creer en que sí es posible ser democráticos y flexibles en el hogar, en que sí es posible enseñar a los hijos a comprender sus deberes sin violar sus derechos, en que sí es posible ejercer el rol de padres tratando al niño como a un igual. Un nuevo orden donde los niños opinan y acuerdan con el resto de la familia, sobre los asuntos cotidianos. Donde se les informa respetuosamente cómo funciona este mundo que están conociendo.  Una forma de vida que valida el ejercicio de la autocrítica, de pedir disculpas a los hijos cuando nos equivocamos.  Que nos da el permiso de hacer las cosas de un modo distinto. Otra manera de vivir la paternidad y la maternidad que convoca a ponernos en los zapatitos de los niños para comprender cuáles son sus necesidades reales y satisfacerlas sin reparos. A tener expectativas reales sobre lo que se puede o no esperar de los pequeños según su momento evolutivo.  A respetar sus propios ritmos madurativos en lugar de forzarlos a responder según los ritmos externos. Un camino amoroso que nos inclina a buscar tras la superficie las razones del “mal comportamiento” de los niños, en lugar de interrumpir o modificar la conducta con métodos punitivos. Que nos llama a palabrear constantemente a nuestros pequeños, a contarles lo que nos pasa, lo que esperamos de ellos, lo que necesitamos. A escucharlos y atenderlos sin banalizar sus sentires, deseos y expresiones, asumiendo que son siempre importantes. 

Desmontar el constructo adultocéntrico con raíces milenarias,  supone una visión ética elevada, con paradigmas de avanzada, poco comprendidos hoy. Tenemos por delante el enorme desafío de comprometernos con nuestro propio cambio de conciencia y contribuir con abundantes umbrales de retorno hacia la crianza humanizada.  Es nuestra deuda pendiente con los niños.  

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