miércoles, 28 de agosto de 2013

Madres que se apropian de sus hijos

 

La maternidad es una oportunidad para probarnos en nuestra capacidad de dar en beneficio de un otro sin esperar nada a cambio. Laura Gutman

Las madres muchas veces nos describimos como madres abnegadas, creemos  que estamos inundando de presencia amorosa y altruista a nuestros hijos, pero cabe preguntarse ¿realmente es así o los estamos devorando para llenar nuestras carencias infantiles?  

Por definición el ejercicio de la maternidad entraña la entrega absoluta y altruista en beneficio de otro ser,  sea que lo hayamos traído al mundo o haya llegado a nosotras a partir de otras circunstancias. Sin embargo la realidad revela que resulta prácticamente una utopía la entrega incondicional, el darse completamente sin esperar nada a cambio en cualquier relación, incluyendo la maternidad. 

La verdad es que decir que sentimos amor incondicional o cacarear que amamos sin condiciones  no pasa de ser una ilusión, un autoengaño. Y es así porque en la mayoría de los casos procedemos de crianzas al servicio de un sistema que exige seres humanos para la lucha en un mundo organizado sobre la hostilidad, la competencia, las jerarquías de superiores que se imponen o aniquilan a inferiores cuya sinergia conduce a desarrollar mecanismos de sobrevivencia. Casi todos procedemos de historias infantiles signadas por el desamor, las demandas desmedidas por parte de los progenitores, el sometimiento sistemático a la frustración de la criatura, en una suerte de entrenamiento para que encaje dentro de este orden patológico social que hemos naturalizado y retroalimentado. Nuestras infancias (lo registremos o no) en distintas gradaciones han discurrido sobre desiertos emocionales plagados de desamor, soledad, llantos y necesidades desatendidas, al cuidado de adultos más ocupados de llenar sus propias carencias infantiles, que de entregar al niño  sin condiciones, lo que genuinamente necesita y pide. Heredamos y luego retransmitimos la mayor plaga o enfermedad que ha azotado durante milenios a la humanidad: el déficit de amor.  Con el hambre de amor eternizada vamos por la vida esperando que otro venga a saciarnos. Es así como las madres en lugar de volcarnos a proveer amor incondicional, nos apropiamos de los hijos, los convertimos en la fuente para llenar nuestras carencias. Es así como las mujeres terminamos "devorando" a nuestras crías.

En este orden de ideas, a menudo veo confundir crianza con apego o crianza respetuosa con la apropiación de la vida de nuestro hijo o hija. Con frecuencia  me encuentro a madres que se apuntan a la crianza con apego, la lactancia a término,  el porteo,  etc., o que usan los principios de la crianza respetuosa para justificar una tremenda necesidad afectiva que pretenden cubrir inconscientemente apropiándose de sus hijos. En estos casos ocurre que, cuando se dan los tiempos naturales de desprendimiento del puerperio (hacia los tres años) en el que el niño comienza a hacerse más autónomo, más YO SOY,  la madre no es capaz de permitirlo porque en el vínculo con su hijo ha encontrado el alimento para su alma infantil llena de carencias. En estos casos no estamos criando con apego seguro o con respeto. Para satisfacer nuestros propios vacíos, y sin darnos cuenta, estamos succionando la energía de nuestra cría,  que es la única persona que no puede escapar de nuestro alcance. Cuidado con eso. Y entiéndase muy bien que no estoy criticando el colecho, ni el porteo, ni la lactancia a término que puede llegar hasta los dos, los cuatro, los siete años si madre e hijo así lo deciden. Me refiero al estado de conciencia para registrar si la maternidad, por muy presente que estemos y por muy abnegadas que nos sintamos, se realiza desde el altruismo o si inundamos de presencia desde las propias necesidades afectivas que pretendemos resolver apropiándonos de la energía y de la vida de los hijos,  lo cual ocurre con mucha frecuencia al margen del estilo de crianza en el cual nos apuntemos. Porque no es la crianza alternativa o tradicional el origen de este despropósito, sino la inmadurez y la inconsciencia con que maternamos.


Twitter. @conocemimundo

Madres que se apropian de sus hijos

 

La maternidad es una oportunidad para probarnos en nuestra capacidad de dar en beneficio de un otro sin esperar nada a cambio. Laura Gutman

Las madres muchas veces nos describimos como madres abnegadas, creemos  que estamos inundando de presencia amorosa y altruista a nuestros hijos, pero cabe preguntarse ¿realmente es así o los estamos devorando para llenar nuestras carencias infantiles?  

Por definición el ejercicio de la maternidad entraña la entrega absoluta y altruista en beneficio de otro ser,  sea que lo hayamos traído al mundo o haya llegado a nosotras a partir de otras circunstancias. Sin embargo la realidad revela que resulta prácticamente una utopía la entrega incondicional, el darse completamente sin esperar nada a cambio en cualquier relación, incluyendo la maternidad. 

La verdad es que decir que sentimos amor incondicional o cacarear que amamos sin condiciones  no pasa de ser una ilusión, un autoengaño. Y es así porque en la mayoría de los casos procedemos de crianzas al servicio de un sistema que exige seres humanos para la lucha en un mundo organizado sobre la hostilidad, la competencia, las jerarquías de superiores que se imponen o aniquilan a inferiores cuya sinergia conduce a desarrollar mecanismos de sobrevivencia. Casi todos procedemos de historias infantiles signadas por el desamor, las demandas desmedidas por parte de los progenitores, el sometimiento sistemático a la frustración de la criatura, en una suerte de entrenamiento para que encaje dentro de este orden patológico social que hemos naturalizado y retroalimentado. Nuestras infancias (lo registremos o no) en distintas gradaciones han discurrido sobre desiertos emocionales plagados de desamor, soledad, llantos y necesidades desatendidas, al cuidado de adultos más ocupados de llenar sus propias carencias infantiles, que de entregar al niño  sin condiciones, lo que genuinamente necesita y pide. Heredamos y luego retransmitimos la mayor plaga o enfermedad que ha azotado durante milenios a la humanidad: el déficit de amor.  Con el hambre de amor eternizada vamos por la vida esperando que otro venga a saciarnos. Es así como las madres en lugar de volcarnos a proveer amor incondicional, nos apropiamos de los hijos, los convertimos en la fuente para llenar nuestras carencias. Es así como las mujeres terminamos "devorando" a nuestras crías.

En este orden de ideas, a menudo veo confundir crianza con apego o crianza respetuosa con la apropiación de la vida de nuestro hijo o hija. Con frecuencia  me encuentro a madres que se apuntan a la crianza con apego, la lactancia a término,  el porteo,  etc., o que usan los principios de la crianza respetuosa para justificar una tremenda necesidad afectiva que pretenden cubrir inconscientemente apropiándose de sus hijos. En estos casos ocurre que, cuando se dan los tiempos naturales de desprendimiento del puerperio (hacia los tres años) en el que el niño comienza a hacerse más autónomo, más YO SOY,  la madre no es capaz de permitirlo porque en el vínculo con su hijo ha encontrado el alimento para su alma infantil llena de carencias. En estos casos no estamos criando con apego seguro o con respeto. Para satisfacer nuestros propios vacíos, y sin darnos cuenta, estamos succionando la energía de nuestra cría,  que es la única persona que no puede escapar de nuestro alcance. Cuidado con eso. Y entiéndase muy bien que no estoy criticando el colecho, ni el porteo, ni la lactancia a término que puede llegar hasta los dos, los cuatro, los siete años si madre e hijo así lo deciden. Me refiero al estado de conciencia para registrar si la maternidad, por muy presente que estemos y por muy abnegadas que nos sintamos, se realiza desde el altruismo o si inundamos de presencia desde las propias necesidades afectivas que pretendemos resolver apropiándonos de la energía y de la vida de los hijos,  lo cual ocurre con mucha frecuencia al margen del estilo de crianza en el cual nos apuntemos. Porque no es la crianza alternativa o tradicional el origen de este despropósito, sino la inmadurez y la inconsciencia con que maternamos.


Twitter. @conocemimundo

miércoles, 21 de agosto de 2013

Dos grandes vías de crianza




En conferencia dictada durante jornadas científicas del parto y la crianza en Cataluña, la psicopediatra y autora  Rosa Jové, explicó algo de suma importancia que quiero compartir con ustedes. Ella habló de que  la naturaleza tiene dos grandes vías de crianza según sea la especie del reino animal. En primer lugar se refirió a las especies precociales, consideradas -tal y como el nombre lo refiere- precoces, es decir “aquellas en las que las crías son capaces de ver, oír, ponerse en pie, y de realizar las demás funciones propias del individuo adulto, desde prácticamente al nacer. Por tanto, éstas especies requieren menores cuidados maternales y son capaces de unirse a las actividades de los individuos adultos en pocos días” [1] entre ellas  se encuentran, por ejemplo, el caballo, los periquitos, los peces, etc.  

En segundo lugar están las especies altriciales “que nacen inmaduras, con una movilidad muy limitada. Su organismo debe madurar después del nacimiento para alcanzar las características del individuo adulto y requiere de un largo proceso de aprendizaje”[2]  Entre los altriciales están nuestros primos los monos, y por supuesto nosotros los humanos, que también somos primates, mamíferos, muy sofisticados, pero lo somos,  con lo cual  se establece que necesitamos los tiempos más prolongados de cuidados maternos de toda la especie animal. ¿Y por qué?, justamente porque somos sofisticados, somos los más inteligentes de toda la especie y a mayor inteligencia, más tiempo de cuidados maternales necesita la cría  humana hasta lograr la  autonomía suficiente que  alcanzará cuando sea un individuo adulto.

Para explicarlo, la doctora Jové con un toque de humor, narraba un ejemplo muy gráfico. Decía que en las piscifactorías se dejan los huevos de truchas con el alimento suficiente y al cabo de dos meses aparecen unas truchas muy guapas. Pero, si intentamos hacer lo mismo con niños recién nacidos en una habitación, poniéndoles comida por ahí,  al cabo de dos meses no encontraríamos a nadie.  La psicopediatra española después de narrar el ejemplo insistía en que nos quedara a todos muy claro -especialmente a la hora de considerar decisiones  que atañen el interés  de los niños- que los seres humanos somos altriciales y no precociales, es decir, necesitamos del cuidado  de los otros para vivir,  y advertía a aquellos que aún piensan o esperan  que tener hijos no les va a cambiar la vida, aquellos que pretenden hacer el mínimo esfuerzo de adaptación a las altas demandas que requiere una cría humana altricial, dependiente durante muchos años para desarrollarse,  que mejor se compren un periquito. La paternidad y la maternidad, subrayaba Jové,  “no es un derecho de los padres, es ante todo un deber, porque se juega con una vida humana, con la psicología infantil.”  Somos altriciales y necesitamos dedicar mucho tiempo de inversión parental durante el prolongado y lento proceso de adquisición de autonomía que discurre a lo largo de la infancia y de la adolescencia hasta llegar a la adultez. 
La manera en que atendemos a nuestras crías construye y define su salud física y emocional presente y futura. Las hace más o menos aptas para integrarse consciente y respetuosamente en la sociedad y en el planeta. Por esta razón es acuciante revisar el tipo  y la calidad de crianza que damos a nuestros niños. Nunca será igual criarlos de una manera que de otra. Pretender que los niños pequeños duerman solos sin molestar, que no pidan que los carguen, que sean independientes a los dos años, dejarlos  todo el día  en una guardería o preescolar depositados por docenas en un aula, con horarios institucionalizados prácticamente iguales o más exigentes que los horarios laborales de un adulto, entregar veinte niños al cuidado de dos personas, ciertamente no es la crianza que como especie necesitamos. Al menos no para construir un mundo más humanizado, más ecológico, sustentable, con menos cárceles y hospitales. Cuando se trata de seres humanos, como dice mi colega periodista y mamá bloguera, Ileana Medina, “criar es estar”. 
 

Dos grandes vías de crianza




En conferencia dictada durante jornadas científicas del parto y la crianza en Cataluña, la psicopediatra y autora  Rosa Jové, explicó algo de suma importancia que quiero compartir con ustedes. Ella habló de que  la naturaleza tiene dos grandes vías de crianza según sea la especie del reino animal. En primer lugar se refirió a las especies precociales, consideradas -tal y como el nombre lo refiere- precoces, es decir “aquellas en las que las crías son capaces de ver, oír, ponerse en pie, y de realizar las demás funciones propias del individuo adulto, desde prácticamente al nacer. Por tanto, éstas especies requieren menores cuidados maternales y son capaces de unirse a las actividades de los individuos adultos en pocos días” [1]entre ellas  se encuentran, por ejemplo, el caballo, los periquitos, los peces, etc.  

En segundo lugar están las especies altriciales “que nacen inmaduras, con una movilidad muy limitada. Su organismo debe madurar después del nacimiento para alcanzar las características del individuo adulto y requiere de un largo proceso de aprendizaje”[2]  Entre los altriciales están nuestros primos los monos, y por supuesto nosotros los humanos, que también somos primates, mamíferos, muy sofisticados, pero lo somos,  con lo cual  se establece que necesitamos los tiempos más prolongados de cuidados maternos de toda la especie animal. ¿Y por qué?, justamente porque somos sofisticados, somos los más inteligentes de toda la especie y a mayor inteligencia, más tiempo de cuidados maternales necesita la cría  humana hasta lograr la  autonomía suficiente que  alcanzará cuando sea un individuo adulto.

Para explicarlo, la doctora Jové con un toque de humor, narraba un ejemplo muy gráfico. Decía que en las piscifactorías se dejan los huevos de truchas con el alimento suficiente y al cabo de dos meses aparecen unas truchas muy guapas. Pero, si intentamos hacer lo mismo con niños recién nacidos en una habitación, poniéndoles comida por ahí,  al cabo de dos meses no encontraríamos a nadie.  La psicopediatra española después de narrar el ejemplo insistía en que nos quedara a todos muy claro -especialmente a la hora de considerar decisiones  que atañen el interés  de los niños- que los seres humanos somos altriciales y no precociales, es decir, necesitamos del cuidado  de los otros para vivir,  y advertía a aquellos que aún piensan o esperan  que tener hijos no les va a cambiar la vida, aquellos que pretenden hacer el mínimo esfuerzo de adaptación a las altas demandas que requiere una cría humana altricial, dependiente durante muchos años para desarrollarse,  que mejor se compren un periquito. La paternidad y la maternidad, subrayaba Jové,  “no es un derecho de los padres, es ante todo un deber, porque se juega con una vida humana, con la psicología infantil.”  Somos altriciales y necesitamos dedicar mucho tiempo de inversión parental durante el prolongado y lento proceso de adquisición de autonomía que discurre a lo largo de la infancia y de la adolescencia hasta llegar a la adultez. 
La manera en que atendemos a nuestras crías construye y define su salud física y emocional presente y futura. Las hace más o menos aptas para integrarse consciente y respetuosamente en la sociedad y en el planeta. Por esta razón es acuciante revisar el tipo  y la calidad de crianza que damos a nuestros niños. Nunca será igual criarlos de una manera que de otra. Pretender que los niños pequeños duerman solos sin molestar, que no pidan que los carguen, que sean independientes a los dos años, dejarlos  todo el día  en una guardería o preescolar depositados por docenas en un aula, con horarios institucionalizados prácticamente iguales o más exigentes que los horarios laborales de un adulto, entregar veinte niños al cuidado de dos personas, ciertamente no es la crianza que como especie necesitamos. Al menos no para construir un mundo más humanizado, más ecológico, sustentable, con menos cárceles y hospitales. Cuando se trata de seres humanos, como dice mi colega periodista y mamá bloguera, Ileana Medina, “criar es estar”. 
 

sábado, 17 de agosto de 2013

Conflicto: ¿bueno, malo, deseable?

¿Cómo vamos a aprender de nuestras equivocaciones si no admitimos nunca, o rara vez, que nos hemos equivocado? Eduard Punset.
Hay personas que viven en un eterno conflicto, como si no supieran hacerlo de otra manera. Hay otras que sistemáticamente huyen al conflicto convencidas de que es siempre malo y debe evadirse a toda costa. Hay quienes creemos que el conflicto, si bien pudiera prevenirse, a veces es inevitable e incluso deseable, siempre que se observe como un síntoma que avisa la necesidad de cambio y por tanto se utilice como oportunidad para reparar y renovar las relaciones.


Cuando mis necesidades se encuentran con las del otro, puede surgir el conflicto como señal para registrar la importancia de hacer autocrítica, de escuchar las demandas de los demás que quizás hemos desoído por distracción, por  falta de empatía o por vivir desconectados. Pero también cuando mis necesidades se encuentran con las del otro, puede surgir el conflicto como la campanada que despierta el valor de expresar nuestras necesidades y deseos para exigir asertivamente respeto a nuestra integridad.

En un territorio emocional, político, social, donde sólo hay cabida para el deseo de una persona o de una de las partes, hay violencia. Cuando ingresamos en la trinchera del “yo tengo la razón”,  cuando el dominador sobre el dominado, el superior sobre el inferior, desplaza la posibilidad de horizontalidad y de relaciones entre iguales, cerramos los canales de escucha y de reconocimiento de las necesidades o deseos del otro. Llegado a este punto, el conflicto pierde su potencial de oportunidad regeneradora para degenerar en una interminable cadena de dominación, abusos, imposiciones, violencia y destrucción.


Es imposible pretender vivir una vida libre de conflictos, pero podemos actuar con madurez, empatía y capacitarnos para resolverlos a través de los espacios de diálogo, reflexión, acuerdos, negociación, es decir, de un modo horizontal, respetuoso, cívico a fin de alcanzar una salida digna y favorable para todas las partes. Con lo cual hay que estar dispuestos, de lado y lado, a dar cabida al deseo de los demás. Necesitamos abandonar el esquema superior-inferior, dominador-dominado en el que hemos aprendido a organizarnos y abrirnos hacia nuevas formas más horizontales y cooperativas de vincularnos.

Comencemos a partir del vínculo con los hijos. Cuando sentimos que la relación con los hijos se convierte en un conflicto constante, es hora de plantearnos que los seres humanos, incluidos los niños y adolescentes, no respondemos ni con gusto, ni con placer a la coerción ni a la fuerza. En cambio el diálogo, los acuerdos y la negociación promueven la buena disposición y la cooperación porque “el otro” se siente tomado en cuenta. Con la negociación tratamos de alcanzar el consenso o aceptación de todas las partes. Esto puede convertirse en una tarea difícil, pero los resultados serán sostenibles y confiables. Encontrar soluciones con las que todos quedemos satisfechos fortalece el compromiso de cumplir los acuerdos. Con la imposición, sólo logramos obediencia a través del miedo, mas no por convicción. Con la negociación y el diálogo crece la oportunidad de construir en nuestros hijos el deseo genuino y sostenible de cooperar. La imposición es un recurso autoritario de educación y liderazgo. Cuando nos imponen o imponemos, se obedece por miedo y sumisión. Miedo y sumisión que deviene –más temprano que tarde- en odio, resentimiento, rebeldía y rechazo. La negociación y el diálogo, en cambio,  son recursos empáticos, democráticos, respetuosos capaces de construir familias y sociedades erigidas sobre la civilidad,  la calidad de vida y la cultura de paz.
Twitter. @conocemimundo

jueves, 15 de agosto de 2013

Cuando un hijo o hija no es heterosexual



La Homofobia no es ignorancia, es falta de humanidad. Punto. 
Holanda Castro

Por Berna Iskandar.
Aquello de lo que no se quiere hablar, es lo que más necesita ser nombrado. Abordo este tema perfectamente consciente de que significa navegar en aguas turbulentas y picadas por huracanes de tabúes, por tormentas de prejuicios, por vientos de creencias que soplan en dirección contraria a la humanización del planeta. Y lo hago porque soy una convencida de que no podemos concebir un mundo más amable y justo sin que se respete la diversidad, y porque precisamente en el reconocimiento de la igualdad de derechos y de buen trato para todos y todas, es como se dignifican las diferencias. Lo contrario supone exclusión, violencia y maltrato hacia quienes repudiamos por considerar distintos, tal y como ocurre frecuentemente con las personas lesbianas, gays, bisexuales o transgénero (LGBT)  quienes forman parte de muchas familias en todo el mundo. 
Más fácil es dividir un átomo que eliminar un prejuicio, decía Albert Einstein. Estoy de acuerdo, aunque no es razón para darse por vencidos. Con suerte, en quienes aún se conservan resquicios de humanidad,  el prejuicio, el miedo y la ignorancia, podrían disolverse con suficiente información oportuna y veraz. Así que manos a la obra.  

Comencemos por explicar las distintas orientaciones sexuales reconocidas hasta ahora:   1. Heterosexual o personas que se sienten atraídas sentimental y sexualmente por el sexo opuesto (la mayoría de la población) 2. Homosexual masculina y femenina (Gays y lesbianas)  o personas que se sienten atraídas sentimental y sexualmente por otras personas del mismo sexo (12% de la población) 3. Bisexual o personas que se sienten atraídas sentimental y sexualmente por otras personas del  mismo sexo o el sexo contrario (20 %  de la población) 4. Transgéneros e Intersexuales o personas que no se identifican con el género asignado al nacer. Transgéneros (1% de la población) Intersexuales (uno de cada  4 mil nacimientos vivos) Si hacemos la raya y sumamos,  tenemos que más del 30% de la población del mundo, es LGBT. Se estima que una de cada cuatro familias nucleares tiene un miembro homosexual. Es decir que, podríamos estar hablando de mi propia familia o de la familia de cualquier lector de este post.

Frente a estas cifras, es lógico inferir que el primer traspié de los padres es dar por descontado que un hijo o hija es heterosexual. Asumirlo como un hecho, además de presuponer erróneamente que la homosexualidad es patológica, sienta las bases para que mostremos alarma y rechazo frente a la sospecha o ante la evidencia de la orientación  homosexual de los hijos lo cual contribuye a crear un entorno hostil.

Es importante saber que aún no se ha demostrado la razón de ser, ni de la heterosexualidad, ni tampoco de la homosexualidad, pero tras una completa revisión científica sobre la homosexualidad, la Organización Mundial de la salud y la Organización Americana de Psiquiatría la han dejado fuera de la lista de enfermedades. Por lo tanto, ser homosexual no se considera una patología. Ninguna persona debe ser tratada psiquiátricamente para dejar de ser homosexual y “convertirse” en heterosexual.  Padres y madres debemos comprender que la homosexualidad tampoco es algo que se escoge.  La persona no tiene opción sobre sus sentimientos afectivos. Si existe una opción justa y consciente, consiste en aceptarlos y respetarlos.  La decencia o indecencia tampoco depende de la orientación sexual de nadie. Siempre habrá personas honestas y civilizadas, miembros decentes de una comunidad, así como habrá delincuentes, corruptos y criminales, tanto en la población heterosexual como en la LGBT. Del mismo modo, es importante saber que la homosexualidad no es contagiosa. Ser gay o lesbiana al igual que ser heterosexual no depende del amigo, amiga, maestro, etc., que nuestros hijos e hijas tengan o elijan tener.

Un padre o una madre no es culpable ni ha hecho nada mal como para que un  hijo o hija sea gay o lesbiana. La diversidad sexual ocurre independientemente de la educación.  Lo realmente pernicioso y patológico sobre  la homosexualidad es la exclusión social, institucional y familiar de la que son objeto sistemáticamente las personas LGBT. Infinitas dosis de violencia, dolor y sufrimiento emocional padecen estas personas al ver censurada la libre expresión de lo que son y lo que sienten. El niño gay o la niña lesbiana frecuentemente está consciente de su orientación sexual a muy temprana edad y pasa por mucho desprecio, maltrato e indiferencia. Muchas veces se convierten en seres escondidos con temor al rechazo, a la burla y al desamor. Son ellos quienes engrosan la tasa más alta de suicidio infantil y juvenil así como también de adolescentes en situación de calle por haber sido excluidos del hogar. No debemos perder de vista que nuestro propio hijo o hija podría ser una de las víctimas de esta situación de injusticia que puede prevenirse con una actitud consciente, inteligente y respetuosa.  

Finalmente debería bastar con asumir que un hijo o una hija no llega a nuestras vidas para ser lo que sus padres quieran que sea. Ellos están allí para ser lo que vinieron a ser. Los padres que están conectados a través del amor, que están allí para ocuparse de su bienestar, simplemente los aceptan como son, al margen de que sean más o menos inteligentes, bonitos o feos, tranquilos o tremendos, médicos o carpinteros, homosexuales o heterosexuales… Los aman, respetan y aceptan simplemente porque son sus hijos y son sus hijas, y punto.    
Twitter. @conocemimundo

Cuando un hijo o hija no es heterosexual



La Homofobia no es ignorancia, es falta de humanidad. Punto. 
Holanda Castro

Por Berna Iskandar.
Aquello de lo que no se quiere hablar, es lo que más necesita ser nombrado. Abordo este tema perfectamente consciente de que significa navegar en aguas turbulentas y picadas por huracanes de tabúes, por tormentas de prejuicios, por vientos de creencias que soplan en dirección contraria a la humanización del planeta. Y lo hago porque soy una convencida de que nopodemos concebir un mundo más amable y justo sin que se respete la diversidad, y porque precisamente en el reconocimiento de la igualdad de derechos y de buen trato para todos y todas, es como se dignifican las diferencias. Lo contrario supone exclusión, violencia y maltrato hacia quienes repudiamos por considerar distintos, tal y como ocurre frecuentemente con las personas lesbianas, gays, bisexuales o transgénero (LGBT)  quienes forman parte de muchas familias en todo el mundo. 
Más fácil es dividir un átomo que eliminar un prejuicio, decía Albert Einstein. Estoy de acuerdo, aunque no es razón para darse por vencidos. Con suerte, en quienes aún se conservan resquicios de humanidad,  el prejuicio, el miedo y la ignorancia, podrían disolverse con suficiente información oportuna y veraz. Así que manos a la obra.  

Comencemos por explicar las distintas orientaciones sexuales reconocidas hasta ahora:   1. Heterosexual o personas que se sienten atraídas sentimental y sexualmente por el sexo opuesto (la mayoría de la población) 2. Homosexualmasculina y femenina (Gays y lesbianas)  o personas que se sienten atraídas sentimental y sexualmente por otras personas del mismo sexo (12% de la población) 3. Bisexual o personas que se sienten atraídas sentimental y sexualmente por otras personas del  mismo sexo o el sexo contrario (20 %  de la población) 4. Transgéneros e Intersexuales o personas que no se identifican con el género asignado al nacer. Transgéneros (1% de la población) Intersexuales (uno de cada  4 mil nacimientos vivos) Si hacemos la raya y sumamos,  tenemos que más del 30% de la población del mundo, es LGBT. Se estima que una de cada cuatro familias nucleares tiene un miembro homosexual. Es decir que, podríamos estar hablando de mi propia familia o de la familia de cualquier lector de este post.

Frente a estas cifras, es lógico inferir que el primer traspié de los padres es dar por descontado que un hijo o hija es heterosexual. Asumirlo como un hecho, además de presuponer erróneamente que la homosexualidad es patológica, sienta las bases para que mostremos alarma y rechazo frente a la sospecha o ante la evidencia de la orientación  homosexual de los hijos lo cual contribuye a crear un entorno hostil.

Es importante saber que aún no se ha demostrado la razón de ser, ni de la heterosexualidad, ni tampoco de la homosexualidad, pero tras una completa revisión científica sobre la homosexualidad, la Organización Mundial de la salud y la Organización Americana de Psiquiatría la han dejado fuera de la lista de enfermedades. Por lo tanto, ser homosexual no se considera una patología. Ninguna persona debe ser tratada psiquiátricamente para dejar de ser homosexual y “convertirse” en heterosexual.  Padres y madres debemos comprender que la homosexualidad tampoco es algo que se escoge.  La persona no tiene opción sobre sus sentimientos afectivos. Si existe una opción justa y consciente, consiste en aceptarlos y respetarlos.  La decencia o indecencia tampoco depende de la orientación sexual de nadie. Siempre habrá personas honestas y civilizadas, miembros decentes de una comunidad, así como habrá delincuentes, corruptos y criminales, tanto en la población heterosexual como en la LGBT. Del mismo modo, es importante saber que la homosexualidad no es contagiosa. Ser gay o lesbiana al igual que ser heterosexual no depende del amigo, amiga, maestro, etc., que nuestros hijos e hijas tengan o elijan tener.

Un padre o una madre no es culpable ni ha hecho nada mal como para que un  hijo o hija sea gay o lesbiana. La diversidad sexual ocurre independientemente de la educación.  Lo realmente pernicioso y patológico sobre  la homosexualidad es la exclusión social, institucional y familiar de la que son objeto sistemáticamente las personas LGBT. Infinitas dosis de violencia, dolor y sufrimiento emocional padecen estas personas al ver censurada la libre expresión de lo que son y lo que sienten. El niño gay o la niña lesbiana frecuentemente está consciente de su orientación sexual a muy temprana edad y pasa por mucho desprecio, maltrato e indiferencia. Muchas veces se convierten en seres escondidos con temor al rechazo, a la burla y al desamor. Son ellos quienes engrosan la tasa más alta de suicidio infantil y juvenil así como también de adolescentes en situación de calle por haber sido excluidos del hogar. No debemos perder de vista que nuestro propio hijo o hija podría ser una de las víctimas de esta situación de injusticia que puede prevenirse con una actitud consciente, inteligente y respetuosa.  

Finalmente debería bastar con asumir que un hijo o una hija no llega a nuestras vidas para ser lo que sus padres quieran que sea. Ellos están allí para ser lo que vinieron a ser. Los padres que están conectados a través del amor, que están allí para ocuparse de su bienestar, simplemente los aceptan como son, al margen de que sean más o menos inteligentes, bonitos o feos, tranquilos o tremendos, médicos o carpinteros, homosexuales o heterosexuales… Los aman, respetan y aceptan simplemente porque son sus hijos y son sus hijas, y punto.    
Twitter. @conocemimundo