La maternidad es una oportunidad para probarnos en nuestra capacidad
de dar en beneficio de un otro sin esperar nada a cambio. Laura Gutman
Las madres muchas veces nos describimos como madres abnegadas, creemos que estamos inundando de presencia amorosa y
altruista a nuestros hijos, pero cabe preguntarse ¿realmente es así o los estamos devorando para
llenar nuestras carencias infantiles?
Por definición el ejercicio de la maternidad entraña la entrega absoluta y altruista en beneficio de otro ser, sea que lo hayamos traído al mundo o haya llegado a nosotras a partir de otras
circunstancias. Sin embargo la realidad revela que resulta prácticamente una utopía la entrega incondicional, el
darse completamente sin esperar nada a cambio en cualquier relación, incluyendo la maternidad.
La verdad es que decir que
sentimos amor incondicional o cacarear que amamos sin condiciones no pasa de ser una ilusión, un autoengaño. Y es así porque en la mayoría de los casos procedemos de
crianzas al servicio de un sistema que exige seres humanos para la lucha en un
mundo organizado sobre la hostilidad, la competencia, las jerarquías de superiores que se imponen o aniquilan a inferiores cuya sinergia
conduce a desarrollar mecanismos de sobrevivencia. Casi todos procedemos de
historias infantiles signadas por el desamor, las demandas desmedidas por parte
de los progenitores, el sometimiento sistemático a la frustración de la criatura, en una suerte
de entrenamiento para que encaje dentro de este orden patológico social que hemos naturalizado y retroalimentado. Nuestras
infancias (lo registremos o no) en distintas gradaciones han discurrido sobre
desiertos emocionales plagados de desamor, soledad, llantos y necesidades
desatendidas, al “cuidado” de adultos más ocupados de llenar sus propias
carencias infantiles, que de entregar al niño sin condiciones, lo que
genuinamente necesita y pide. Heredamos y luego retransmitimos la mayor plaga o
enfermedad que ha azotado durante milenios a la humanidad: el déficit de amor. Con el hambre de amor
eternizada vamos por la vida esperando que otro venga a saciarnos. Es así como las madres en lugar de volcarnos a proveer amor incondicional,
nos apropiamos de los hijos, los convertimos en la fuente para llenar nuestras
carencias. Es así como las mujeres terminamos
"devorando" a nuestras crías.
En este orden de ideas, a menudo veo
confundir crianza con apego o crianza respetuosa con la apropiación de la vida de nuestro hijo o hija. Con frecuencia me encuentro a madres que se apuntan a la
crianza con apego, la lactancia a término, el porteo,
etc., o que usan los principios de la crianza respetuosa para justificar
una tremenda necesidad afectiva que pretenden cubrir inconscientemente apropiándose de sus hijos. En estos casos ocurre que, cuando se dan los
tiempos naturales de desprendimiento del puerperio (hacia los tres años) en el que el niño comienza a hacerse más autónomo, más “YO SOY”, la madre no es capaz de
permitirlo porque en el vínculo con su hijo ha encontrado
el alimento para su alma infantil llena de carencias. En estos casos no estamos
criando con apego seguro o con respeto. Para satisfacer nuestros propios vacíos, y sin darnos cuenta, estamos succionando la energía de nuestra cría, que es la única persona que no puede escapar de nuestro alcance. Cuidado con eso.
Y entiéndase muy bien que no estoy
criticando el colecho, ni el porteo, ni la lactancia a término que puede llegar hasta los dos, los cuatro, los siete años si madre e hijo así lo deciden. Me refiero al estado
de conciencia para registrar si la maternidad, por muy presente que estemos y
por muy abnegadas que nos sintamos, se realiza desde el altruismo o si inundamos
de presencia desde las propias necesidades afectivas que pretendemos resolver
apropiándonos de la energía y de la vida de los hijos, lo
cual ocurre con mucha frecuencia al margen del estilo de crianza en el cual nos
apuntemos. Porque no es la crianza alternativa o tradicional el origen de este
despropósito, sino la inmadurez y la inconsciencia
con que maternamos.
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