Por
un lado, observo a padres y adultos que atribuyen a la carencia de
límites y disciplina, todo desequilibrio o desajuste en el comportamiento o el
vínculo con los niños, con lo cual manifiestan la demanda voraz de
imponerlos en la crianza, la mayoría de las veces de forma arbitraria y
violenta. Del otro lado observo a padres y adultos a la
defensiva con reacciones casi alérgicas frente a la palabra disciplina o
límites. En ambos casos, aunque ubicados desde extremos contrarios, nos
encontramos frente a la discapacidad para registrar que educar en la
comprensión y respeto de límites y disciplina no equivale necesariamente al uso
de violencia. Evidentemente se trata de una situación de desequilibrio
que, como siempre, termina por afectar a nuestros peques.
Dice la autora y terapeuta Laura Gutman que en un territorio emocional, donde únicamente
hay espacio para el deseo de uno, hay violencia. Esto por supuesto no
aplica para un bebé o niño pequeño –carente de autonomía, absolutamente vulnerable y dependiente de
nuestros cuidados- a quien hay que satisfacer en continuum,
de inmediato y sin demoras. Sin embargo, es deseable que el altruismo, la
empatía, la cooperación y la reciprocidad comiencen a florecer progresiva y
sensatamente en la medida en que el niño adquiere nociones de otredad, es
decir, cuando deja de percibirse como un ser único y fusionado con la madre, y
logra reconocerse como un ser distinto
capaz de darse cuenta de que hay “un yo y un tú”.
A determinada edad cuando el niño adquiere suficiente
autonomía y habilidades tales como expresarse a través del lenguaje,
socializar, comprender límites razonables y mantener algunas reglas, considero
importante que le apoyemos a fortalecer sus habilidades y adquirir herramientas
fundamentales para la convivencia. Nuestra obligación como padres también
supone hacerles ver que la libertad de dar rienda suelta en determinados
momentos a determinados impulsos o deseos propios, básicamente se termina
cuando dañamos a los demás o donde ponemos en riesgo la propia integridad. Esto
es lo que yo entiendo como la capacidad de registrar y de respetar los límites
connaturales de la vida y de la convivencia. Por lo tanto no se trata de “ponerle
límites” a los hijos, sino de ayudarles a reconocerlos y a comprender la
importancia de respetarlos. Siempre, claro está, de un modo sensato, adecuado a
su capacidad de comprensión y sin violentar el momento madurativo del niño ni su integridad como persona.
Es importante poner en la balanza el hecho de que los seres
humanos no somos puro instinto como el resto de los animales. También hacemos
parte de una cultura. Es verdad que en gran medida nos regulamos con el instinto,
y es deseable hacerlo, porque respondemos así a lo que dicta sabiamente nuestro
diseño evolutivo. Pero no todo lo que pertenece al instinto resulta
necesariamente constructivo en cualquier circunstancia. Es difícil concebir un mundo humanizado cuando agredimos a
otros toda vez que nos sentimos amenazados o porque nos parezcan raros o
diferentes, o si orináramos y defecáramos en
medio de la calle o en pleno comedor porque sentimos ganas, o cuando tomamos
cualquier cosa que deseemos sin la autorización de los propietarios, etc., con
el argumento de que lo natural es obedecer nuestros instintos. Y es que las personas, además de desear y necesitar,
también somos capaces de razonar, evaluar cuando un deseo o un impulso es capaz de dañarnos o de
dañar a los demás. Por lo tanto estamos en condiciones de regular los propios
impulsos a través de la razón. Disponemos del libre albedrío, cualidad que nos
define como seres civilizados y de la cual se deriva la ética.
La psicóloga y directora de “Aula en Familia”, Violeta Alcocer afirma con lucidez en el post “Los
límites Coordenadas Fundamentales”
de su blog Atraviesa El Espejo (palabras más palabras menos) que cuando los
niños desean, frecuentemente lo hacen pura y desmedidamente y que por tanto la
distancia entre los deseos de un niño y la realidad, suele ser grande (agarrar o desarmar con ávida curiosidad los
dispositivos electrónicos en una tienda
de computadoras, subirse a las mesas de
los restaurantes, irse solos al medio de la calle…) A menudo esta distancia puede resolverse con diálogo, con explicaciones, con negociaciones o quizás ofreciendo otras opciones al pequeño. Si es un comportamiento producto de una
necesidad legítima no atendida, (hambre, cansancio, mirada y vínculo afectivo)
o si se trata de un comportamiento violento por heridas emocionales no sanadas,
(celos hacia el nuevo hermanito, experiencias de abandono, desamparo o maltrato) debería desaparecer una vez que la causa es detectada y atendida. Pero también hay
momentos en los que debemos comunicar y demostrar lo que esperamos de nuestro
pequeño o pequeña, de un modo claro, firme y al mismo tiempo amable. Por ejemplo, si después de haber empleado
todos los recursos, explicaciones, indagaciones, acuerdos, etc., el niño aún se empeña en ir solo hasta el
medio de la calle, entonces lo tomamos firmemente de la mano o lo cargamos y le
decimos que no. Sin regañar, sin
castigar, sin rogar, ni suplicar. Simplemente actuamos con firmeza pero sin ser
violentos. Lo mismo si el pequeño golpea o hace daño a otras personas, adultos
o niños. Sencillamente no lo permitimos. En casos así, podemos contenerlo
físicamente con nuestro cuerpo hasta que se calme. Cuando sistemáticamente,
toda vez que entramos a una tienda, nuestro niño comienza a echar mano, desordenar y tirar lo que encuentra por
delante o atropellar a los demás, sencillamente no lo dejamos. Sin amenazar y
sin gritar. No lo permitimos y punto, al igual que no le permitiríamos tomarse
una botella de detergente aunque se empeñe en hacerlo.
Hay reglas y límites con los que
podemos ser flexibles. Por ejemplo, un día podemos irnos a la cama sin bañarnos
o cepillarnos los dientes y no pasa nada. Hay otros que no se negocian, como
agredir a las personas, o permitir al niño que se tome la botella de cloro
porque se empeñó. Pero en ningún caso necesitamos castigar, ni pegar, ni gritar
a los niños para ayudarlos a tomar conciencia sobre los dichosos límites.
Tampoco existen fórmulas, ni recetas, ni un listado estandarizado de límites en cuyo marco educar a los pequeños. Cada
familia constituye una identidad particular con sus propias costumbres y
cultura de lo cual se desprende un conjunto de valores y reglas de convivencia. En
todo caso lo que queremos lograr es que el niño desarrolle el genuino deseo de cooperar sin la amenaza de castigos o estímulos como premios o recompensas. Es decir, que nuestro hijo o hija consiga auto-regularse, que no dependa de la vigilancia constante a sus espaldas. Que se convierta en guardián de sí mismo, que
oriente su vida a partir de la ética y de los valores que ha decidido
conscientemente incorporar en su bagaje intelectual y emocional. Es así como se
forman personas que estudian no para obtener notas sino par aprender,
que trabajan no sólo por dinero sino por el placer de realizar una tarea
gratificante o para contribuir con el bien colectivo, personas que con o sin
policías y amenazas de multas, respetan la luz roja del semáforo o se abstienen
de poner música a todo volumen porque entienden que su derecho a escuchar la
música que les gusta, se termina donde
comienza el derecho de los demás a una vida libre de contaminación sónica...
Es así como se forman seres humanos capacitados para darse cuenta de que integran un sistema en el que cada individuo constituye una unidad
estrechamente vinculada al resto de los componentes (desde el más próximo al
más lejano) de este vasto entramado que constituye una familia, un país, un
planeta y que cada uno de nuestros actos afecta al conjunto y también
se revierte hacia nosotros.
Otro aspecto a destacar sobre este peliagudo y empastelado
tema, es la capacidad para comunicar
apropiadamente lo que esperamos del otro. Así como los padres estamos
dispuestos incondicionalmente a respetar a nuestros hijos, a acompañarlos y
adaptarnos a sus necesidades, llegado un
momento de su desarrollo evolutivo,
es deseable mostrarles que, en ocasiones, los demás también necesitan y esperan ser acompañados y complacidos. Por ejemplo, si el niño está aburrido y
quiere jugar con nosotros, podemos dejar nuestra tarea para ir a
jugar con él, explicándole que luego de un tiempo debemos regresar a la
tarea pendiente y que esperamos que nos permita realizarla, transando así, por “un
ratito tú y otro ratito yo”.
El problema surge cuando los adultos no sabemos reconocer,
nombrar, por tanto explicar y pedir asertivamente a nuestros hijos, lo que
necesitamos de ellos. Tal vez porque nadie nos permitió reconocer y pedir de un
modo transparente lo que necesitamos durante nuestra propia infancia plagada de
tratos autoritarios, exigencias desmedidas y descalificaciones constantes hacia
nuestras necesidades legítimas. Así las
cosas, los elementos quedan servidos
para que padres y madres, incluidos los
que decidimos apostar por la crianza respetuosa
o intentamos practicarla, seamos susceptibles de atravesar los linderos
hacia el tan denigrado “exceso de
permisividad”. Me refiero a los casos de
niños que se violentan, patean, gritan y golpean a sus padres o a otros si no
se les complace de inmediato, en todo momento y sin tregua. Niños que
sistemáticamente desconocen y se niegan a dar cabida al deseo de otros. Niños que luego llamamos tiranos.
Pero la responsabilidad es de nosotros los adultos que al no
saber cómo pedir lo que esperamos, impedimos que el niño reconozca e
interiorice los límites razonables así como su propia capacidad de cooperación,
altruismo y reciprocidad. Según mi criterio, esto resulta nefasto para nuestro
hijo a quien le saboteamos las habilidades para negociar, acordar y fluir en el
entorno compartido con otros. Aclaremos
que no hablo de adaptar a los niños a un
orden social injusto con demandas desmedidas, pero tampoco se trata de saltar
hacia el extremo de “desadaptarlos” del mundo donde necesariamente tienen que
desarrollar habilidades de convivencia. Se trata de apostar por el equilibrio
entre dar y recibir, ser flexibles y ser firmes. Como los equilibristas quienes oscilan a
ratos hacia la derecha y luego hacia la izquierda, para sortear la gravedad y
mantenerse caminando.
Comunicar al niño lo que sentimos sin menoscabar a la
persona (“me canso mucho cuando tengo que recoger todo el desorden en la sala”
en lugar de “eres un desordenado”), enseñarles a reconocer nuestras necesidades
y lo que esperamos de ellos (hemos jugado juntos toda la tarde, ahora mamá
necesita concentrarse en hacer un informe de trabajo, luego podemos seguir
jugando), impedir que dañe a otros o que irrespete el derecho de otros (no
pegamos a los demás ni tomamos sus pertenencias sin permiso), y si es necesario
hacerlo con firmeza pero al mismo tiempo con amabilidad, también constituye una
faceta indispensable de la crianza
respetuosa.
Aquí aprovecho para insistir en que actuar con firmeza
cuando es necesario, no significa usar la violencia. Aunque nadie nos enseñó
cómo hacerlo, a pesar de que no tengamos
referentes, podemos aprender a ser firmes y al mismo tiempo amables. Tal vez
para comprenderlo y llevarlo a la práctica de un modo equilibrado, genuino y
sostenible, necesitemos primero revisar nuestras propias historias infantiles
afectadas por los estragos de la crianza coercitiva, que ahora desde el rol de
padres, reeditamos inconscientemente situándonos en los extremos de la culpa,
el miedo y la sumisión o del autoritarismo, la ira y la imposición. Organizados
así, indefectiblemente habrá caldo de cultivo para que surja un abusador y un
abusado. Y esto no es lo que queremos
para nuestros hijos.
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Infancia, educación emocional y límites, vía mentelibre.com