Repito incansablemente que la crianza no es
un tema menor, que es el epicentro de los problemas humanos y
sociales. Digo casi a diario y por todos los medios de difusión a mi alcance
que de la calidad de la crianza depende que construyamos un mundo
con más cárceles y hospitales o un mundo más humanizado. No exagero cuando insisto en
que prodigar un trato digno, respetuoso, comprender y atender sin
reparos todas las necesidades de nuestros pequeños, ahora cuando
más lo necesitan, es la inversión más importante y segura a
futuro.
Percibimos la realidad de un modo tan fragmentado que
no somos capaces de registrar la relación entre desestimar los
pedidos de brazos, consuelo, mirada de un niño y el hecho
de que la depresión constituya hoy, una de las primeras pandemias
mundiales. No alcanzamos a ver la conexión entre “nalgadas a
tiempo” y ráfagas de pistolas disparadas por delincuentes o terroristas.
No se nos ocurre identificar la falta de cuerpo materno,
de compromiso emocional, de empatía o el trato autoritario hacia
nuestros pequeños, como formas de abuso y desamparo transformados en las infinitas
dosis de violencia a gran escala que hoy signan nuestro planeta.
Decimos, “a mi me criaron así, mi mamá me
dio unos buenos correazos cuando los necesité y fíjate que
ahora soy una persona de bien”, sin reparar en que el mundo
está poblado por “gente de bien” medicada para poder dormir,
adicta al tabaco, al café, a las compras, al consumo
desmedido, al alcohol, al éxito, al trabajo, a las redes sociales, a
Internet… “gente de bien” que grita y pega a sus hijos y lo
ven como algo normal o deseable, personas “de bien” que en el territorio
de sus relaciones personales sólo están dispuestas a dar
cabida a su propio deseo negando y violentando el deseo del
otro, o por el contrario, individuos incapaces
de hacer valer su propio deseo o necesidad, devorados por
las demandas desmedidas de sus parejas, familiares, compañeros.
Escuchamos, repetimos y nos creemos
impenitentemente frases como “mis padres me pegaron,
doblegaron con autoridad mi carácter incivilizado de
niño, me dejaron llorando para que no me malcriara y funcionó, mírame
ahora hecho un hombre o una mujer trabajadora, responsable, con familia”,
sin reparar en el vasto desierto emocional que tratamos de
llenar desesperada e inútilmente, demandando aún en la
adultez, aquello que nunca recibimos cuando era verdaderamente urgente,
cuando dependíamos enteramente de mamá y papá para sobrevivir. Pero mamá y
papá no estaban disponibles para prodigárnoslo, porque ellos,
al igual que los abuelos y bisabuelos, aprendieron que el niño que
pide atención, mirada, cuerpo materno, acompañamiento paterno… es
excesivamente exigente, por tanto se le etiqueta de llorón,
malo, desobediente, manipulador, tremendo, enfermizo, malcriado… y
que reprimir sus necesidades y no molestar con sus “demandas agotadoras”, equivale
a ser un niño bueno, tranquilo, "un niño que ni se
siente"… y en eso nos
convertimos. Y así acabamos como adultos eternamente
necesitados, ceñidos de improntas alojadas en un lugar de
nuestra memoria emocional sin tiempo ni registro consciente,
apañados con el disfraz que nos acomode para sobrevivir y ser
aceptados o nombrados, interpretando el personaje que nos “salve” de un
mundo hostil y predador. Así crecimos alejados de lo que
somos, extraviados de nuestro ser esencial en medio de las sombras que
devoran la conciencia y la posibilidad de hacernos libres. Una y otra vez nacidos para sobrevivir y no para ser
amados.
Si tan solo fuéramos capaces de darnos cuenta de
que lo difícil no es satisfacer sin reparos las necesidades de los niños reales
ahora, sino que lo
verdaderamente difícil y extenuante es lidiar con un
mundo lleno de adultos convertidos en niños eternamente carenciados.
Email: conocemimundo@gmail.com
Twitter. @conocemimundo
FB: Conoce Mi Mundo
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